Como quien muere como el resto
“El sometimiento es un molde de la muerte” – Patricia González López
En su computadora, las letras vuelan sin parar. En su cara, los ojos furiosos parpadean solo cuando es necesario. Necesita terminar de escribir, correr a casa, para completar la rutina, y decirse a sí mismo que mañana será un nuevo día, aunque todos sean iguales. Se había prometido, diez años atrás, cuando empezó la carrera de Periodismo, que con sus escritos iba a cambiar el mundo. Pero solo vive de las notas mediocres, como el resto. Se la pasa convenciéndose de que su vida es una rutina inmóvil porque le gusta. Pero sabe que no, que es cómodo y nada más. Sabe que él elige la repetición constante porque es lo más fácil, pero también lo más angustiante.
Envía la última nota pendiente sobre otro robo que no será resuelto, otro robo que solo causará pánico en la sociedad, en vez de un cambio. Apaga el monitor y se detiene en el reflejo que le devuelve la pantalla negra. Se mira y no se reconoce. Entre las patas de gallo, que empezaron a marcar sus treinta y pico, y su falta de introspección, pausada desde que ingresó a la redacción, ya no sabe reconocerse. Han pasado diez años desde aquel propósito que lo motivó a estudiar. Pero, ¿qué lo motiva hoy? Nada. No existe dentro de él nada que le dé sentido a su vida. Es una caja vacía que adorna un puesto de trabajo. Es una caja más, adornando el mundo. La alienación es su mayor condena, pero también su mayor libertad. Vivir en una repetición constante le ayuda a no darse cuenta de que ha perdido su rumbo, de que ha muerto en vida. Y si no se entera, no hace falta cambiarlo. Como no se da por aludido, solo se mira y cree que lo único que lo detiene ante su reflejo es la falta de reconocimiento. Solo lo frena el no sentirse identificado con quien lo mira desde la computadora. Nada más.
Una palmada al hombro lo devuelve al mundo. Entonces saluda y se levanta de la silla. Baja las escaleras, porque siempre le tuvo miedo a los ascensores, y, aunque ya sepa cuántos escalones hay hasta la planta baja, los vuelve a contar, como cada noche. Abre la puerta del auto, sube, enciende el motor y prende el aire acondicionado. No sabe estar a solas con sus pensamientos, entonces la deja hablar a la radio. Como en automático, pone primera y conduce.
La noche es bellísima, porque la Luna está llena y el cielo, extrañamente, tiene más pecas de lo normal. Pero él sigue sin verlo, sin prestar atención. Y conduce y conduce, hasta llegar a su hogar, otro lugar que forma parte de su rutina. Aparca y, con el motor, apaga el resto. Toma la manija, abre y sale. Cierra, pone la alarma e ingresa a su morada. Hay olor a él -a él adormecido-. Prende la luz y respira tranquilo, porque la rutina está terminando. Se acerca a la cocina, para beber un poco de agua, luego se dirige al baño, se desviste, ni siquiera se mira en el espejo, y abre la ducha. Deja que las gotas le recorran la piel entera y comienza a llorar. No tiene idea de por qué llora. Se arrodilla despacio y pega la frente contra mampara. Llora a cántaros. Solloza con un sentimiento mustio en el pecho. No sabe por qué. Quizá porque ha perdido su pasión o porque se dejó por el camino sus ideales. Quizá porque está cansado de someterse a la rutina. Quizá porque ha elegido morir igual que el resto.
Llora muchísimo, sin entender la razón. No se esfuerza por buscarla. Es difícil para él navegar dentro suyo. Decide frenar ese sentimiento, se recupera, se pone de pie y termina el baño. Apaga la ducha, se seca, se pone el pijama, se lava los dientes, sigue sin verse al espejo, y se dirige a la habitación, como cada noche. Se sabe el camino de memoria y tiene los pasos contados; ni siquiera le hace falta prender la luz. Cuando llega a su cama, levanta las sábanas y se acuesta. Se dice a sí mismo que mañana será otro día. Pero en el fondo sabe que será el mismo que ayer y que hoy. Cierra los ojos y duerme. Someterse a una rutina inamovible también es morir.
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